EN ANTOJO DE ESCRIBIR

EN ANTOJO DE ESCRIBIR
La cueva de los Tayos (Ecuador)

miércoles, 29 de octubre de 2014

EL CHARCO





Por: Máximo Ortega
                                                                                           
«Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas.»
                                       La noche boca arriba
                                                 Julio Cortázar.


La tarde es gris y a ratos llovizna. Los novios están a una semana de celebrar su boda. Pasean en un toyota rojo por las afueras de la ciudad. Por insistencia del novio continúan la marcha hacia la pradera para visitar a Carmen, una amiga de ellos. El vehículo empieza a rodar a considerable velocidad por una calle recta. Por las aceras casi no circula gente. Rebasan una camioneta vieja. Así están, plácida y serenamente paseando al tiempo que piensan en el día feliz que se acerca. Unos boleros contribuyen al romanticismo. Llegan a la frontera entre la ciudad y el campo: la calle deja de ser tal para convertirse en carretera lastrada y en sus bordes asoman pocas casitas. La calefacción no deja que sientan frío. En algún lugar del horizonte miran los novios un residuo de sol filtrándose por entre unas nubes. Sonríen. El toyota se ve diminuto al subir y bajar por una colina. El novio mira su reloj como preguntándose cuánto tiempo están conduciendo. Han rodado unos diez kilómetros por la carretera. Encienden unos cigarrillos, bajan un poco los vidrios y fuman en silencio. Ahora se ve avanzar al automóvil por una pradera. Siguen fumando en tanto escuchan música a bajo volumen. De repente, ella le indica a su novio que al norte, que es hacia donde se dirigen, amenaza una tormenta. El le dice que es tarde para arrepentirse, que ya falta poco para llegar y que más bien, aprovechando las vacaciones, podrían quedarse a dormir en la propiedad de su abuelo que vive un poco más allá de Carmen. La novia cede no de muy buena gana, luego apaga su cigarrillo a medio consumir. El hace lo mismo. Siguen avanzando por una curva cerrada, cuando al llegar a una recta, se dan cuenta que más allá hay un charco grande de agua turbia que va de una orilla a otra de la carretera. La novia se asusta y le dice que convendría más bien regresarse, no vaya a ser que el automóvil, que no es tan nuevo que digamos, se averíe, a su amiga ya la verían en la fiesta. El novio, después de escuchar en silencio a la que va a ser su esposa ante Dios, disminuye considerablemente la velocidad. Piensa ella con una leve sonrisa que él, de un rato al otro, detendrá el vehículo y dará la vuelta. Pero el novio no retrocede. Comienza ahora a analizar si el charco lo va a cruzar a alta o baja velocidad. Al final decide hacerlo a baja, por precaución, no vaya a ser que el hueco sea grande y el agua moje alguna pieza del vehículo y se queden abandonados en la vía. La novia pone rostro de disgusto. El, mirándola con una sonrisa, le dice que no se preocupe, que todo saldrá bien. Se encuentran a la orilla del charco. Mientras avanzan miran cómo el vehículo se hunde lenta, muy lentamente, como si estuvieran en tierra movediza. Tienen la extraña sensación de que sus cuerpos también se están hundiendo en el charco, una sensación parecida a la que dos días antes tuvieron cuando disfrutaban del vértigo de la montaña rusa. Están ya a la mitad del charco. Siguen avanzando con lentitud, cuando, súbitamente, el toyota se sumerge bruscamente. Se asustan. Apagan la radio y cierran las ventanillas. La novia le grita al novio que retroceda. El le explica que al detener el vehículo para luego meter reversa complicarían las cosas. Y agrega, serenándose, que no podrían volver porque permanecerían atrapados en el lodo. Miran con terror que el agua está a la altura de las ventanillas. La novia, en medio de su desesperación, le exige al novio que acelere la marcha. El le replica desconcertado que tiene aplastado a fondo el acelerador, pero que el vehículo no circula en ninguna dirección. En medio de golpes y gritos tratan de salir del vehículo que comienza a girar sobre sí mismo produciendo un remolino. El charco es muy grande y profundo. El automóvil se hunde con rapidez... Cruzan un túnel oscuro... La novia camina por la orilla de un río de aguas cristalinas que atraviesa una ciudad. El día es soleado. Mira por aquí a unas mujeres lavando ropa en unas piedras, por allá a unos niños bañándose... Camina por la avenida paralela al río. Ahora se apresta a pasar por un puente viejo, ¡oh, Dios mío, no puede ser, ese puente lo he visto en alguna parte!… ¿Qué está pasando? ¿No es esta la ciudad donde nací?… Pero la ciudad es más grande, las casas son más modernas, los transeúntes visten ropas diferentes… Al llegar a su casa, ¡quéeee!... ¡pero si esa que está ahí soy yo!... parezco de unos cuarenta años, tengo el cuerpo algo grueso y mi pelo maltratado… Y esa vieja, ¿quién es?... ¡Ay, Dios, es mi madre!... y está regañándome, está diciéndome que debía perdonar a aquel hombre bueno con quien alguna vez estuve a punto de casarme, que debía de haberme casado con él… ¡Soy una infeliz!... El novio, de pronto, entra en el garage de una casa grande ubicada en el campo. Con sorpresa distingue al fondo, detrás de dos vehículos, un automóvil rojo abandonado en cuyo interior juegan dos niños. Observa que el varón, seguramente para impresionar a la niña, mete un alambre pequeño en el arranque haciendo como que lo enciende. Luego ve asomar a la sirvienta que les dice a los niños que sus padres los esperan para almorzar. Instantes después, el novio los mira sentarse a comer con una mujer y un hombre de bigote... Observa que éste come de mala gana lo que le produce la impresión de que no es feliz en su hogar, Oh, Dios, ¿qué está pasando?... ¡Pero, si ese hombre soy yo! Y ¿quién es esa mujer? ¡Oh, no puede ser, pero si es Carmen!... De pronto, el toyota sale de retro a toda velocidad del charco. A veinte metros de ahí el novio para el vehículo. Luego da la vuelta rápidamente, lo detiene en sentido contrario y lo apaga. Los novios suspiran aliviados. El sol brilla en el horizonte. Más acá, en la carretera que raya la pradera, el costado derecho del toyota se ve dorado. El novio va a abrazarla, pero es ella quien lo hace primero. Luego se besan. Agradecen a Dios por haberlos protegido. El le pide disculpas a ella por su tozudez. Ella sonríe, y a continuación, con seriedad, como diciéndose a sí misma algo, manifiesta que le duele un poco la cabeza. El novio sostiene que a él también. «Es extraño», añade mientras mira a lo lejos volar una bandada de pájaros. Instantes después, emprenden la marcha de regreso a sus casas. Al vehículo se lo ve rodar veloz por la carretera angosta al tiempo que deja tras de sí una polvareda. Los novios se cruzan una mirada tierna. El novio, que tiene el rostro cansado y los ojos irritados, le dice a ella: «¡Dios sabe lo que hace! Si hubiéramos pasado el charco... Ella, cuyo maquillaje ha desaparecido, agrega, por su parte, «A lo mejor habríamos sido infelices.»

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