EN ANTOJO DE ESCRIBIR

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La cueva de los Tayos (Ecuador)
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lunes, 2 de marzo de 2015

DELIRIO SANCHOPANCESCO





 


 «… no podía distinguir, recordar cuáles acontecimientos eran parte de su delirio y cuáles de su vida real. »
 La tercera resignación

                              Gabriel García Márquez
   
Escuchó el clic que encendió la bombilla de la habitación. Con ojos entornados el enfermo distinguió a un hombre alto y delgado, vestido de blanco, que se le acercaba. Lo vio detenerse a la altura de un aparato electrónico que estaba cerca de la cabecera de su cama. Lo observó fruncir el ceño... 
Minutos después, al darse cuenta de que el hombre alto y delgado dio la media vuelta y comenzó a salir, sin hacer ruido, volvió a abrir los ojos. Sintió alivio cuando lo vio apagar la luz y cerrar la puerta... Pero, ¡maldición!, no la cerró bien: el pestillo de la cerradura había cedido y la hoja de la puerta retrocedió un par de centímetros hacia el interior. Por la rendija vertical se filtraba una luz blanquecina que venía del pasillo e iba a reflejarse en forma diagonal sobre el cuerpo pequeño y rollizo del enfermo, que daba la impresión de ser una lanza abandonada encima de él. Y esa luz, en su lecho de dolor, le hizo recordar el intenso sol de aquellas tierras áridas que antaño frecuentaba. «Sí -decía el enfermo en sus adentros-; yo sé que ese día llegará... Y vendrá picando a Rocinante, con su armadura reluciente, con su rodela y con la lanza en el ristre, como si estuviera yendo a enfrentarse a los desaforados gigantes… Y se apeará con dificultad cerca de mi lecho, y comenzará, en medio de jadeos, a reprocharme: “¿Por qué estás aquí agonizando y no con tu rucio en algún lugar de la Mancha?” O quizá vendrá a pedirme que le lleve un recado a su adorada Dulcinea... Pero, yo no sabré como explicarle… no tendré valor para decirle que aún no he muerto. No me comprenderá, por qué he llegado hasta este extraño tiempo, la razón por la cual aún sigo viviendo más de tres siglos sin que nadie se haya preocupado por saber mi final, sin que nadie me haya consolado en este lapso, en el que le he llorado y extrañado con mi corazón ahora enfermizo... Él creerá que lo he traicionado, y se regresará defraudado sin mí, su pequeño y fiel escudero, y unas lágrimas le rodarán por sus curtidas y flacas mejillas… y con su soledad se irá a deambular por los caminos desérticos de la eternidad. Y en las noches frías se preguntará, con extrañeza, por qué yo, Sancho Panza, no he muerto, para así seguir viviendo en su mundo ideal... Pero, le juro, señor don Quijote que no tardaré mucho, mi corazón de un momento a otro dejará de latir y entonces, con alegría, le alcanzaré y me iré con vuestra merced a combatir a los molinos de viento, a buscar la ínsula que tanto he anhelado... O, mejor, le diré sin recelo (¡ay!, ¡qué pesadez!, siento como que mi alma se empieza a desprender de mi cuerpo); sí, sin miedo le diré que ya no soy mediocre sino i-dea-lis-ta-co-mo-vos-a-mi-go-don-Qui-jo-te...» 
De pronto, cuando sus pensamientos empezaron a interrumpirse, para ir cediendo a la inconsciencia, no sé si del sueño o de la muerte, coincidió que alguien que pasaba en ese momento por el pasillo, se comidió en cerrar por completo la puerta de la habitación doscientos veinte, la que quedó completamente a oscuras. Sus ojos quizá ya no percibirían que aquella luz blanquecina de esperanza desaparecería para siempre...



jueves, 6 de noviembre de 2014

QUEJIDO EXISTENCIALISTA

Por: Máximo Ortega






Estaba tan cansado que en su mente lo único que ansiaba era darse un baño y después ir a dormir. Cuando salió de la fábrica de madera en su jeep no lo pudo creer. Hacía frío. Eran las ocho y media de la noche cuando llegó a su casa. Dejó el libro “El mito de Sísifo” sobre la mesa. Se puso triste al subir las escaleras. Su mujer hacía más de un año que lo abandonó. Apenas llegó al cuarto de baño se desnudó y metió a la ducha. Se estremecía de placer cuando su cuerpo recibía los chorros de agua caliente. Todo su cuerpo se relajaba. Cuando la cascada excitante le acariciaba la nuca, el cuello, sus espaldas, sentía algo así como pequeños orgasmos. El recuerdo de sus hijos, del sueldo que a fin de mes recibiría, pasó a segundo plano. Era fascinante aquel paraíso acuático con burbujas y vapor. De pronto, el sofocante calor. Estaba absolutamente solo en medio del desierto. Ni un alma. Ni una planta a su alrededor. Sólo arena y sol. ¡Dios, esto no tiene sentido! Luego vino la tristeza. Los recuerdos del pasado se volvieron en preocupaciones del futuro. No tenía norte ni sur. La angustia penetró en su ser. Se puso a mirar el sol con dificultad y mientras lo miraba inesperadamente un viento gélido, extraño, comenzó a golpear su cuerpo desnudo. Encorvado tiritaba. Entonces, oyó una voz misteriosa que decía: «¿Es que acaso la naturaleza no cuenta para ti?.» El no reparó en esa voz. «¿Qué hay de la naturaleza?», insistió esa voz.» «¡Ah, la naturaleza!», reaccionó el hombre con nerviosismo. «De eso se encargan las transnacionales. ¿Por qué estoy aquí?» Y la voz reclamó: «Los hombres destruyen la naturaleza. Las cascadas son destruidas por las fábricas. El ser humano es maltratado por las máquinas... ¡Eres cómplice!». «No es así», se defendió el hombre. «Quizá lo hago por necesidad. ¿No sé hacia dónde voy? A veces me dan ganas de suicidarme.» Pero la voz lo compadeció: «Alguien, que siempre ha estado contigo quiere ayudarte. No caigas en el absurdo, en la angustia. Estás a tiempo de evitar que lo verde se vuelva gris, que la esperanza se convierta en la nada...». «Seré un hombre nuevo», dijo con humildad. «¡Sí, voy a cambiar! Buscaré otro empleo, reharé mi vida... »
Cuando estornudó se dio cuenta de que el chorro de agua estaba frío. Cerró rápidamente la llave y cogió una toalla.

miércoles, 29 de octubre de 2014

EL CHARCO





Por: Máximo Ortega
                                                                                           
«Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas.»
                                       La noche boca arriba
                                                 Julio Cortázar.


La tarde es gris y a ratos llovizna. Los novios están a una semana de celebrar su boda. Pasean en un toyota rojo por las afueras de la ciudad. Por insistencia del novio continúan la marcha hacia la pradera para visitar a Carmen, una amiga de ellos. El vehículo empieza a rodar a considerable velocidad por una calle recta. Por las aceras casi no circula gente. Rebasan una camioneta vieja. Así están, plácida y serenamente paseando al tiempo que piensan en el día feliz que se acerca. Unos boleros contribuyen al romanticismo. Llegan a la frontera entre la ciudad y el campo: la calle deja de ser tal para convertirse en carretera lastrada y en sus bordes asoman pocas casitas. La calefacción no deja que sientan frío. En algún lugar del horizonte miran los novios un residuo de sol filtrándose por entre unas nubes. Sonríen. El toyota se ve diminuto al subir y bajar por una colina. El novio mira su reloj como preguntándose cuánto tiempo están conduciendo. Han rodado unos diez kilómetros por la carretera. Encienden unos cigarrillos, bajan un poco los vidrios y fuman en silencio. Ahora se ve avanzar al automóvil por una pradera. Siguen fumando en tanto escuchan música a bajo volumen. De repente, ella le indica a su novio que al norte, que es hacia donde se dirigen, amenaza una tormenta. El le dice que es tarde para arrepentirse, que ya falta poco para llegar y que más bien, aprovechando las vacaciones, podrían quedarse a dormir en la propiedad de su abuelo que vive un poco más allá de Carmen. La novia cede no de muy buena gana, luego apaga su cigarrillo a medio consumir. El hace lo mismo. Siguen avanzando por una curva cerrada, cuando al llegar a una recta, se dan cuenta que más allá hay un charco grande de agua turbia que va de una orilla a otra de la carretera. La novia se asusta y le dice que convendría más bien regresarse, no vaya a ser que el automóvil, que no es tan nuevo que digamos, se averíe, a su amiga ya la verían en la fiesta. El novio, después de escuchar en silencio a la que va a ser su esposa ante Dios, disminuye considerablemente la velocidad. Piensa ella con una leve sonrisa que él, de un rato al otro, detendrá el vehículo y dará la vuelta. Pero el novio no retrocede. Comienza ahora a analizar si el charco lo va a cruzar a alta o baja velocidad. Al final decide hacerlo a baja, por precaución, no vaya a ser que el hueco sea grande y el agua moje alguna pieza del vehículo y se queden abandonados en la vía. La novia pone rostro de disgusto. El, mirándola con una sonrisa, le dice que no se preocupe, que todo saldrá bien. Se encuentran a la orilla del charco. Mientras avanzan miran cómo el vehículo se hunde lenta, muy lentamente, como si estuvieran en tierra movediza. Tienen la extraña sensación de que sus cuerpos también se están hundiendo en el charco, una sensación parecida a la que dos días antes tuvieron cuando disfrutaban del vértigo de la montaña rusa. Están ya a la mitad del charco. Siguen avanzando con lentitud, cuando, súbitamente, el toyota se sumerge bruscamente. Se asustan. Apagan la radio y cierran las ventanillas. La novia le grita al novio que retroceda. El le explica que al detener el vehículo para luego meter reversa complicarían las cosas. Y agrega, serenándose, que no podrían volver porque permanecerían atrapados en el lodo. Miran con terror que el agua está a la altura de las ventanillas. La novia, en medio de su desesperación, le exige al novio que acelere la marcha. El le replica desconcertado que tiene aplastado a fondo el acelerador, pero que el vehículo no circula en ninguna dirección. En medio de golpes y gritos tratan de salir del vehículo que comienza a girar sobre sí mismo produciendo un remolino. El charco es muy grande y profundo. El automóvil se hunde con rapidez... Cruzan un túnel oscuro... La novia camina por la orilla de un río de aguas cristalinas que atraviesa una ciudad. El día es soleado. Mira por aquí a unas mujeres lavando ropa en unas piedras, por allá a unos niños bañándose... Camina por la avenida paralela al río. Ahora se apresta a pasar por un puente viejo, ¡oh, Dios mío, no puede ser, ese puente lo he visto en alguna parte!… ¿Qué está pasando? ¿No es esta la ciudad donde nací?… Pero la ciudad es más grande, las casas son más modernas, los transeúntes visten ropas diferentes… Al llegar a su casa, ¡quéeee!... ¡pero si esa que está ahí soy yo!... parezco de unos cuarenta años, tengo el cuerpo algo grueso y mi pelo maltratado… Y esa vieja, ¿quién es?... ¡Ay, Dios, es mi madre!... y está regañándome, está diciéndome que debía perdonar a aquel hombre bueno con quien alguna vez estuve a punto de casarme, que debía de haberme casado con él… ¡Soy una infeliz!... El novio, de pronto, entra en el garage de una casa grande ubicada en el campo. Con sorpresa distingue al fondo, detrás de dos vehículos, un automóvil rojo abandonado en cuyo interior juegan dos niños. Observa que el varón, seguramente para impresionar a la niña, mete un alambre pequeño en el arranque haciendo como que lo enciende. Luego ve asomar a la sirvienta que les dice a los niños que sus padres los esperan para almorzar. Instantes después, el novio los mira sentarse a comer con una mujer y un hombre de bigote... Observa que éste come de mala gana lo que le produce la impresión de que no es feliz en su hogar, Oh, Dios, ¿qué está pasando?... ¡Pero, si ese hombre soy yo! Y ¿quién es esa mujer? ¡Oh, no puede ser, pero si es Carmen!... De pronto, el toyota sale de retro a toda velocidad del charco. A veinte metros de ahí el novio para el vehículo. Luego da la vuelta rápidamente, lo detiene en sentido contrario y lo apaga. Los novios suspiran aliviados. El sol brilla en el horizonte. Más acá, en la carretera que raya la pradera, el costado derecho del toyota se ve dorado. El novio va a abrazarla, pero es ella quien lo hace primero. Luego se besan. Agradecen a Dios por haberlos protegido. El le pide disculpas a ella por su tozudez. Ella sonríe, y a continuación, con seriedad, como diciéndose a sí misma algo, manifiesta que le duele un poco la cabeza. El novio sostiene que a él también. «Es extraño», añade mientras mira a lo lejos volar una bandada de pájaros. Instantes después, emprenden la marcha de regreso a sus casas. Al vehículo se lo ve rodar veloz por la carretera angosta al tiempo que deja tras de sí una polvareda. Los novios se cruzan una mirada tierna. El novio, que tiene el rostro cansado y los ojos irritados, le dice a ella: «¡Dios sabe lo que hace! Si hubiéramos pasado el charco... Ella, cuyo maquillaje ha desaparecido, agrega, por su parte, «A lo mejor habríamos sido infelices.»